Retomo las contemplaciones de la vida, para subsanar heridas recientes. Escribo para subsistir con dignidad: es la única forma en que me puedo apartar, realmente, de la cotidianidad y la alienación. ¡Comparte conmigo el espacio!

miércoles, 10 de junio de 2009

Identidad creadora en el arte mexicano

Si nosotros somos tan dados a criticar a los demás,
es debido a que temblamos por nosotros mismos.
Oscar Wilde

México no tiene identidad. Fue lo que hace varios meses me hizo querer abolir mi relación con un observador forastero. Pero hasta este momento me he quedado con la sensación de desventaja en un mundo competitivo: era cierto. La única forma para alcanzar una identidad comienza con la autoconciencia de los componentes; de las características físicas o externas, de los valores y de las creencias de las cuales exista un previo cuestionamiento. Todo sea resultado del proceso cognitivo o sensible de esa conciencia, que conceda el completo convencimiento de seguir cada acto asimilado, como parte de lo propio y único. Pero somos aún un pueblo demasiado joven (más de 1000 años, menos desde cada reestructuración) que no sabe elegir, y por eso sus manifestaciones están en esa línea que jamás opta por decidirse a qué sentido pertenece, si al entero Anáhuac, o al vástago que representamos para otra potencia.

Es una idiotez creer que vivimos en la sociedad del cambio positivo (del “hoy, hoy, ¿onik?) Porque la verdad es que, después de tantos siglos de mestizaje, no hemos llegado a amalgamar nuestra cultura hasta hacerla un hibrido y potencializar lo mejor de cada parte. Ahora no tenemos la influencia de España o Francia como en el porfiriato, pero si tendemos a una demanda avasallante de la potencia actual, representada por el país vecino del norte (todo filtro del materialismo y la economía), al que le podemos adjudicar las devastaciones de riqueza actual.

Es cierto que México tiene grandes tradiciones que se han ido perpetuando y modificando de acuerdo a las necesidades temporales del pueblo; idealmente es lo que determina el crecimiento cultural de una nación, pero existe un pasado histórico que respalda las reacciones de atentados a estas prácticas. Cada vez que se incrusta un agente externo, termina modificando y afectando las modalidades de un sector de la población (muchas de las veces, la mayoría, esos cuantos son los que menos tienen y terminan peor). Y aún así, no por que nuestros dirigentes no hayan sabido llevar a la población con paso firme frente a la vanguardia, quiere decir que tengamos que aferrarnos a un pasado de museo.

De querer conservar esa nostalgia traumática por “el pasado fue mejor” no podríamos virar al enriquecimiento de la cultura con otras influencias y demandas. El ser hermético nos conduciría a un estado primitivo. Si el mexicano se enclaustra en un determinismo del tiempo atrás como único, estaría condenado a la continuidad cíclica sin progreso. No podemos volver el tiempo, para conservar las tradiciones y las costumbres en una pieza, sería renegar que la cultura también cambia con los seres que la habitan; lo único que puede hacer el hombre es acercarse a lo “novedoso” consiente del aporte que podría propiciar sin llegar a aferrarse a él como estado único para subsistir.

En efecto, la modernidad como macroproceso cultural se caracteriza por la configuración de tres grandes instituciones con pretensiones universales: el Estado-nación, el capitalismo y el mercado; las cuales han impactado (en la secuencia histórica de su formación) en la concepción de la idea de la cultura, al grado que para establecer una interacción entre si, volvieron a aquélla una condición necesaria para la construcción de identidad. La cultura y el capitalismo se vincularon para respaldar una identidad del pueblo.

La cultura como una determinación necesaria para la construcción del nacionalismo y la soberanía nacional, formaron así un sistema de creencias aceptadas por el gobierno, una cultura oficial, que a su vez, fue inaccesible o superficial para los sectores de la población más grandes. Con ello (aún en las utopías Vasconcelistas) sólo se fortaleció al arte como un divertimento, y el acceso del pueblo a él como esporádico, sin conciencia de la simbología. Perpetuando dos conceptos universales de separación: el arte oficial y el extraoficial-

Me refiero a una constante perspectiva del México. El que se desea ver y el que en verdad es. Un México profundo y uno imaginario, que a saber de los representantes, es negado o esparcido sin un conocimiento metafísico. Es verdad que se tienen las propias atribuciones al México que se modifica y se manifiesta a través de lo “alternativo”, pero en general, el arte está acompañado de una esfera cuyas influencias ameritan otro gusto por lo patriótico. Pero también consolida una perspectiva que en muchos casos es mejor vetar, y simular que nunca existió.

Precisamente en esto consiste nuestro carácter de la simulación: fingir que lo cierto es falso y que lo falso es verdadero. Y en ello los mexicanos somos expertos, pues ya lo afirmaba Octavio Paz en la caracterización del mexicano: “Si por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas refinadas de la mentira" 1

Esta especie de cultura de la mentira, de la simulación, es la que explica en gran medida los fracasos históricos que hemos experimentado como pueblo, pues recurrentemente hemos creído lo que dicen nuestros gesticuladores profesionales de voto, simulando que vamos por la senda adecuada, cuando en realidad nos hemos desviado en picada por una vereda escarpada. Por lo tanto hemos terminado siendo falaces, pues la mentira para ser tal y prosperar precisa de alguien que la crea verdad, y quien mejor sino uno mismo que termina creyendo lo que en un principio sabía perfectamente que era falso.

En la actualidad el predominante pensamiento mexicano se encuentra en un estado de sublimación injustificada, una nefasta percepción de la realidad y de la cultura consecuencia de los siglos de despojo de carácter. Este mismo carácter solitario que hace del mexicano un ser hermético; se diría incluso que un ser introvertido; que para proteger su verdadera identidad construye una especie de cerca compuesta de tantas máscaras como roles sociales que le son indispensables para no asumir los vacios que le producen el orgullo.



! Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”, México DF 1991, pág. 45




(Intento ensayistíco publicado en un blog del que perdí la constraseña)